“Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11, 25-26)

 

Recordamos hoy a nuestros difuntos, y oramos por ellos. Lo hacemos desde la fe en Cristo resucitado, que nos dice que hemos sido creados para la vida. Para llegar a compartir la vida de Dios.

El punto de partida de nuestra fe es el encuentro con el Resucitado. Es lo primero que María Magdalena y los apóstoles anunciaron. No se trata sólo de su palabra (testimonio refrendado con la entrega de sus vidas), sino, además, de la profunda transformación que el encuentro con Cristo resucitado realizó en ellos: aquellos hombres desanimados (Lc 24,21), incapaces de entender las enseñanzas de Jesús (Lc 18, 31), llenos de miedos (Lc 22,56-60), y de divisiones (Mt 20, 24), al encontrarse con Jesús resucitado, y reconocerlo, convertirse a Él, se transformaron en personas capaces de comprender, explicar y vivir la palabra de Jesús: llenos de valor (Hch 5,29), formando una comunidad que comparte lo que es y tiene (Hch 4, 32-36). En ellos se hace patente la fuerza del Espíritu Santo, que transforma su vida terrena, nos lleva a la vida eterna.

A lo largo de los siglos, esa fuerza y luz se sigue haciendo presente en los seguidores de Jesús. A veces de manera extraordinaria, como capacidad para llevar hasta los confines del mundo el Evangelio (como S. Francisco Javier) o la caridad hacia los necesitados (Teresa de Calcuta); como sabiduría capaz de iluminar la vida (s. Agustín, Sta. Teresa de Lisieux…)… O, de forma más humilde, en tantas personas que pasan por el mundo transmitiendo vida y amor. Todos esos testimonio de vida son signos de la Vida Nueva del Resucitado, y de la Vida eterna a la que somos llamados.

En el encuentro con el Resucitado, los discípulos comprenden, definitivamente, que Él es el Hijo de Dios. Y eso significa un misterio de solidaridad de Dios con la humanidad: el Hijo de Dios ha asumido nuestra realidad humana, ha compartido nuestra vida y nuestra muerte. Y lo hace para que nosotros podamos compartir su Vida, para siempre (Rom 6, 3-6)

Hablar de esa Vida (lo que llamamos el Cielo), que va más allá de la existencia que conocemos, no es fácil, porque está también más allá de nuestra capacidad de pensar. Sabemos, en todo caso, que en ella conservaremos nuestra personalidad, transfigurada (el Credo, al hablar de “la resurrección de la carne”, se refiere a eso: no esperamos una especie de “
disolución en el Todo” como dicen algunas corrientes espirituales, sino una vida personal, transfigurada por Dios). Tal vez, la experiencia del amor es lo que mejor nos asoma, nos acerca a comprender lo que es esa Vida que esperamos. Jesús, que nos promete una vida más allá de nuestra capacidad biológica, nos manda amar: ir más allá de nosotros mismos, abriéndonos al otro. Y Dios, que nos llama a participar de su vida, es amor (1 Jn 4,8)

En este día, oramos confiadamente a Dios por nuestros difuntos, para que los introduzca en su vida. Para que, había que purificar algo en ellos para poder vivir en ese amor, lo haga. Aunque ya no los vemos físicamente, mantenemos con ellos el vínculo del amor, que ahora se expresa en la oración.



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