“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (Lc 23, 35-43)
En esta fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, contemplamos
a Jesús en la cruz.
El relato de Lucas repite, una y otra vez, el título de rey,
que cuelga sobre el patíbulo como motivo de su condena. Una y otra vez,
también, los magistrados y soldados le dicen: “sálvate a ti mismo”. Y lo mismo grita uno de los crucificados con
él: un guerrillero (ese es el sentido que tiene aquí el término ladrón o malhechor), que ha dedicado su vida a luchar contra los romanos, y que
se exaspera ante ese Mesías que no lucha, que parece no hacer nada, no poder
nada ante la injusticia y el dolor que los alcanza: “Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
De fondo un par de cuestiones: ¿cómo es rey Jesús? ¿cómo es
la salvación? En el momento de las tentaciones, el diablo proponía a Jesús un
mesianismo ajeno al fracaso y al dolor (“tu
pie no tropiece en piedra alguna” Lc 4,11), cercano a la idea que el mundo
tiene del éxito, y que tantas veces lleva a la imposición por la fuerza, a los
abusos de poder.
El segundo malhechor
empieza a comprender. El camino de violencia que ha seguido (para salvar a Israel de los romanos), lo ha
llevado al fracaso. Y se vuelve hacia Jesús. En ese momento en que Cristo aparece
despojado de todo, lo llama por su nombre (gesto único en el Evangelio). Y le
pide: “acuérdate de mí cuando llegues a
tu Reino”. Da la impresión de que no sabe bien cómo es ese Reino, pero se
confía a Jesús, en una relación personal, cordial, de fe.
Y Jesús (este nombre significa “Dios salva”) revela su realeza y su poder, que se realizan,
precisamente, salvando: en la misericordia y el perdón, en la entrega en el
amor. Él no ha venido a “salvarse a sí
mismo” ni enaltecerse, sino a salvarnos: nos ofrecer la vida al estilo de
Dios. La verdadera, la misma que se revelará, llena de luz y fuerza, en el
Resucitado.
Pablo, en la Carta a los Colosenses, nos habla de ese paraíso que Jesús ofrece, de ese Reino
al que nos conduce. Tomando una perspectiva más amplia, nos descubre a Jesús
como “imagen del Dios invisible”,
aquél “en quien quiso Dios que residiera
toda la plenitud” y que es capaz de “reconciliar
todas las cosas”. El Hijo de Dios es la clave de la Creación: “el primero en todo”. Es el modelo de la
humanidad. Un modelo conforme al cual hemos sido creados, y que, libremente
podemos elegir seguir, para, a través de Él, encontrar la plenitud, llegar a
Dios. Es el que da sentido a todo, y “todo
se mantiene en él”.
Uno poco como aquel ladrón
del Evangelio, apenas empezamos a comprender cómo es ese Reino de Jesús, de
Dios. Pero, como Él, somos invitados a acercarnos personalmente, con confianza,
a Jesús: a su vida entregada, que es fuente de luz y de salvación. Un reino que
en el que entramos viviendo como Jesús nos enseña, y que es experiencia
interior de reconciliación, de ánimo, de la fuerza del Espíritu: “justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo (Rom
14,17)”. Un reino que se va
realizando también en el mundo: ninguna entidad humana es el Reino de Dios, pero Dios va reinando a
través de las iniciativas que tejen reconciliación, que construyen paz, que cultivan
la solidaridad y justicia.
La fiesta de hoy nos invita a orar con hondura la petición
que repetimos en el Padrenuestro: “venga
a nosotros tu Reino”. ¿Qué significa
en mi vida? ¿Cómo se va realizando algo de ello en el mundo que me rodea?


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