“Bienaventurados” (Mt 5, 1-12)
Desde muy pronto, la Iglesia venera a los mártires como
testigos de Cristo resucitado: su fidelidad recuerda a Jesús, que entrega su
vida por nosotros, y que nos comunica esa fuerza que vence a la muerte. En la
persecución de Diocleciano (a principios del siglo IV), hubo numerosos mártires
y, ante la dificultad de conmemorarlos por separado, surgió una celebración para
recordarlos todos juntos. Con el correr del tiempo, a la memoria de los
mártires se ha unido la de muchos otros, cuyas vidas también manifiestan esa fuerza
del amor de Dios: en su entrega generosa a los demás, en su servicio a la comunidad
cristiana, en su sabiduría y rectitud de vida… En el siglo IX, el Papa Gregorio
IV fijó esta fiesta de Todos los Santos
en el 1 de noviembre.
Hoy damos gracias a Dios por tantos seguidores de Jesús,
conocidos y anónimos, que han vivido plenamente el amor de Dios. Su entrega a
los demás y al servicio del Evangelio, su serenidad y alegría en los momentos
de dificultad, su sabiduría de vida, son muestra de la fuerza y la luz del Espíritu
Santo, de su creatividad para renovar nuestras vidas y hacerlas fecundas.
Y recordamos que todos estamos llamados a la santidad: a
enraizarnos en la vida de Dios, en su amor. Un santo no es alguien
absolutamente perfecto (seguimos siendo de vasijas
de barro, 2 Cor 4,7), sino alguien que vive desde el amor de Dios, en medio
de sus circunstancias, y que transmite esa vida y ese amor.
Las Bienaventuranzas nos muestran caminos de santidad, de
plenitud de vida.
Son paradójicas, como lo es la vida misma: porque el camino
de la alegría profunda, el del amor, también pasa por las lágrimas, y la
plenitud pasa por la pobreza, la capacidad de despojarse de muchas cosas (“Para venir a poseerlo todo, no quieras
poseer algo en nada”, dice S. Juan de la Cruz). El evangelista Mateo las
transmite a una comunidad cristiana que ya conoce la persecución. Y apuntan a
algo que la Iglesia va descubriendo: que para seguir a Jesús, en nuestro mundo,
hay que superar contradicciones, como sufrir hambre y sed de justicia y aprender
a buscarla con mansedumbre (sin violencia); que es necesario limpiar el corazón
con humildad y capacidad de compartir, para transmitir paz y misericordia…
Estas palabras tienen varios niveles de lectura y poco a
poco vamos descubriendo su sentido: hablan de transformación interior y de esa
humanidad nueva que Dios va creando; del Dios misericordioso que se acerca a
los que sufren y necesitan, y de nuestra capacidad de ser cauces de ese amor
hacia los demás. Hablan de una dimensión más profunda de plenitud que empezamos
a gustar en esta vida y que ya nos asoma a la Plenitud de Dios que viviremos
más allá de esta vida.
Para comprenderlas, hay que mirar a Jesús, el que las ha
vivido en plenitud. Como rezamos con el salmo, buscamos su rostro y su
presencia. Queremos aventurar la vida
con Él.
Lecturas de hoy (www.dominicos.org)


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