“El que se humilla será enaltecido” (Lc 18, 9-14)
El domingo pasado, escuchábamos la invitación de Jesús a
orar con perseverancia. Hoy sigue enseñando sobre la oración. Y nos invita a
construir nuestra relación con Dios desde la humildad.
La oración del fariseo comienza como acción de gracias, pero
se convierte en un enaltecimiento propio, que juzga y desprecia a otros. Nos
alerta de una tentación de personas religiosas: pretendernos mejores que otros,
enredarnos en el cultivo de la propia imagen.
Y sugiere una pregunta: ¿qué es lo que nos justifica? ¿Qué
justifica nuestros esfuerzos por hacer el bien? Más aún: ¿qué es lo que da
razón cabal de nuestra vida, lo que le da sentido? ¿Qué puede llenar nuestros
vacíos, sanar nuestras heridas, reparar nuestros errores, darnos la plenitud
que anhelamos? El publicano de la parábola (“éste bajó a su casa justificado”) nos enseña a buscarlo en la
misericordia de Dios, que se regala gratuitamente. Y nos hace misericordiosos.
Situarnos en verdad ante Él.
Dice Teresa de Jesús que “Dios es suma Verdad y la humildad
es andar en verdad” (Moradas VI, 10, 7). “andar un alma en verdad delante de la misma Verdad” (Vida, 40, 3-4:
Verdad que es sin principio ni fin, todas
las verdades dependen de esta Verdad, como todos los demás amores de este amor,
y todas las demás grandezas de esta grandeza”). La conciencia de nosotros
mismos se enfoca adecuadamente desde Dios. Desde la mirada de amor entrañable
de quien nos ha creado y nos salva. Así se comprende cómo esta conciencia de
nuestra realidad (con su fragilidad y pobreza) no es fuente de apocamiento y
desánimo, sino de libertad y alegría, como Teresa explica, distinguiendo la “verdadera
y falsa humildad”:
“La humildad
no inquieta ni desasosiega ni alborota el alma, por grande que sea; sino viene
con paz y regalo y sosiego. Aunque uno, de verse ruin, entienda claramente
merece estar en el infierno y se aflige y le parece con justicia todos le
habían de aborrecer, y que no osa casi pedir misericordia, si es buena
humildad, esta pena viene con una suavidad en sí y contento, que no querríamos
vernos sin ella. No alborota ni aprieta el alma, antes la dilata y hace hábil
para servir más a Dios. Estotra pena todo lo turba, todo lo alborota, toda el
alma revuelve, es muy penosa. Creo pretende el demonio que pensemos tenemos
humildad, y -si pudiese- a vueltas, que desconfiásemos de Dios”. (Camino, 39,2)
El Papa Francisco (Patris Corde, 2) dice algo parecido:
“Paradójicamente,
incluso el Maligno puede decirnos la verdad, pero, si lo hace, es para
condenarnos. Sabemos, sin embargo, que la Verdad que viene de Dios no nos
condena, sino que nos acoge, nos abraza, nos sostiene, nos perdona. La Verdad
siempre se nos presenta como el Padre misericordioso de la parábola (cf. Lc 15,11-32):
viene a nuestro encuentro, nos devuelve la dignidad, nos pone nuevamente de pie.”
En este contexto, es interesante la II Carta a
Timoteo (teniendo en cuenta que fue escrita no exactamente por
Pablo, sino por un discípulo suyo): Pablo, próximo a su martirio, aparece con
una conciencia serena de sí mismo, confiada (confiada en la misericordia de
Dios, como muchas otras veces ha subrayado), reconciliada con aquellos que le
han fallado, y centrada en la misión (que también ha señalado, en otros
lugares, como obra de la gracia de Dios).
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