“Para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 13-17)
En nuestra vida se cruzan el sufrimiento, la frustración, la
muerte. Son realidades inevitables.
Y la forma de situarnos ante ellas puede ayudarnos a vivir,
o puede traer más muerte. Muchas situaciones actuales (la polarización, las
manipulaciones…) tienen que ver con la forma como la gente responde al dolor, a
la inseguridad, a la frustración… Detrás
de las guerras actuales están el resentimiento, el miedo al otro, y la ambición
(un deseo de poder, dinero, prestigio… que ofrecen seguridad frente a la propia
fragilidad). En medio de la inestabilidad y las sombras de nuestro mundo, ¿dónde
podemos encontrar luz y un punto de apoyo firme? ¿hacia dónde mirar?
Tomando pie de una antigua historia de Israel (un estandarte
que curaba a los mordidos por las serpientes), Jesús nos propone una paradoja.
A nosotros, “mordidos” y heridos por el
dolor y muerte, “envenenados” por
miedos, ambiciones, soberbias… nos invita a mirarle a Él: a Cristo crucificado,
llevado a la muerte por la violencia e injusticia del mundo.
A Él que, “a pesar de
su condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”
(Flp 2, 6-11). Dios se ha hecho hombre, asumiendo nuestra fragilidad (“se hizo semejante en todo a nosotros, menos
en el pecado”, Heb 4, 15) ), Él se ha hecho solidario de nuestros
sufrimientos (“como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”), y ha
cargado con nuestra historia de violencia, injusticia y muerte.
Miramos a Jesucristo, porque Él, que ha cargado con nuestra
cruz, ha resucitado y nos ofrece la Vida. Hablamos de la cruz desde el
testimonio de mujeres y hombres (María Magdalena, Pablo, Pedro…) transformados
por el encuentro con el Resucitado. Ellos han experimentado cómo, misteriosa y
admirablemente, Cristo abre caminos de vida. Y nos invitan a hacer también
nosotros esa experiencia, para vivir en plenitud. (Plenitud, dentro de lo que
cabe en esta vida, y la plenitud de Dios más allá de esta vida).
Por eso, la cruz es para nosotros signo de esperanza. Es signo
del amor sin medida de Dios: “Tanto amó
Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de
los que creen en él, sino que tengan vida
eterna.” Ese amor es más fuerte que la muerte, y nos ofrece otra forma,
otros caminos para afrontar el sufrimiento y la dificultad, cuando aparecen en
nuestra vida: la misericordia, el amor, la búsqueda de reconciliación… Los
mismos de Jesús.
Al hablar de la cruz, conviene recordar que lo que salva no
es el sufrimiento en sí mismo, sino el amor. Un amor que no retrocede ante los
sacrificios que implica amar; un amor que está dispuesto a afrontar el
sufrimiento cuando es necesario, sin dejar de amar, y que por ello tiene
creatividad para abrir siempre caminos de vida.
Y cuando resulta difícil amar, miramos a Jesús y le pedimos,
con humildad, que nos enseñe a amar como Él (enraizados en el amor inmenso e
incondicional y del Padre). Y a descubrir los caminos que Él va abriendo en
nuestra vida. Desde las encrucijadas y dificultades de nuestra vida, y junto a
la cruz de tantos que sufren, miramos a Jesús, el Hijo que Dios nos ha regalado
“para que el mundo se salve por él”
«Pues quiero
concluir con esto: que siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor
con que nos hizo tantas mercedes, y cuán grande nos le mostró Dios en darnos
tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios
y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para
amar; porque, si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el
corazón este amor, ha de sernos todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin
trabajo. Dénosle su Majestad, pues sabe lo mucho que nos conviene, por el que
él nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa nos le mostró. Amén»
(Teresa de Jesús, Vida
22, 14).
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