“Busca la justicia, la piedad, la fe el amor” (1 Tm 6,11; Lc 16, 19-31)

 

16, 13). Hoy, vuelve Jesús con otra reflexión sobre la economía y la fe. Y pone el foco sobre una tentación que, sigilosamente, nos amenaza: la indiferencia ante la necesidad ajena.

El abismo inmenso que en esta parábola separa el infierno del cielo, es el mismo que aislaba de Lázaro a aquel hombre opulento. La distancia física era apenas de unos metros, pero se volvía irrevocable por la inconsciencia de aquel rico sin nombre, en quien puede reflejarse cualquiera que se sienta seguro en sus riquezas, y se encierre en sí mismo.

La parábola es chocante, porque en la mentalidad israelita (y muchas veces, también ahora) la prosperidad económica se consideraba bendición de Dios. Y porque en nuestro mundo, los  que tienen nombre (y fama, imagen de éxito) son los ricos, mientras los pobres se vuelven invisibles. El nombre de Lázaro (“Dios es mi ayuda”) nos revela que Dios tiene en cuenta a la persona, no las riquezas. La vida de Jesús revela ese Dios que, “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4), y precisamente por eso, se inclina con predilección sobre los últimos, los que sufren, los necesitados. Y pide de nosotros una actitud abierta a su misericordia. Y misericordiosa.

Hoy nos asedia también esta tentación: la indiferencia ante el dolor de muchos. El de tantas mujeres y hombres empobrecidos en distintos lugares del mundo (cercanos a nosotros por los medios de comunicación actuales), o en barrios vecinos de nuestras ciudades. El de personas que pueden estar “a nuestra puerta”. Una indiferencia hoy tal vez se escuda en el desencanto y la desorientación ante la complejidad del mundo actual, en el que tan difícil parece hacer algo con fruto.

Combate el buen combate de la fe. Busca la justicia, la piedad, la fe, el amor… ”, nos dice la carta a Timoteo. Nos recuerda que nuestra referencia es Cristo: Él nos ha dado ejemplo; El manifestará al fin la verdad que hoy apenas podemos entrever; Él nos ha dejado el mandamiento del amor, y nos ha dicho que lo que hagamos “con uno de estos, los hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40)

 

Cierto día, caminando por la playa reparé en un hombre que se agachaba a cada momento, recogía algo de la arena y lo lanzaba al mar. Al acercarme, me di cuenta de que tomaba de la arena estrellas de mar, y una a una las arrojaba de nuevo al océano.

Intrigado, lo pregunté sobre lo que estaba haciendo, y me respondió: “Estoy lanzando estas estrellas marinas al océano. Como ves, la marea es baja y estas estrellas han quedado en la orilla si no las arrojo al mar morirán aquí en la arena”.

- “Entiendo”, le dije, “Pero hay miles de estrellas de mar sobre la playa. No puedes lanzarlas a todas. Son demasiadas. Además esto sucede en cientos de playas, ¡No tiene sentido!”

 El hombre se inclinó y tomó una estrella marina y mientras la lanzaba de vuelta al mar me respondió: “¡Para ésta si lo tuvo!”



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