“Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Lc 12, 32-48)

 

El Evangelio, hoy, enlaza con el domingo pasado, que hablaba de ser ricos “ante Dios” (como diría Teresa de Jesús, “en Verdad”: verdaderamente ricos). Frente a la falsa seguridad de acumular bienes (“guardaos de toda clase de codicia”), Jesús propone un tesoro inagotable en el cielo. No se trata de oro ni de objetos. Tampoco el cielo es, propiamente, un lugar (como decía el Papa Benedicto XVI). Tiene que ver, más bien, con participar de la vida de Dios. Por ejemplo, cuando nuestro tesoro no son cosas sino personas; cuando es el amor lo que centra nuestro corazón.

Y así, el camino para ello pasa por vivir unas actitudes concretas. Con nuestros actos vamos escogiendo nuestro tesoro, orientando nuestro corazón. Actitudes que enlazan con las mismas de Jesús: libertad frente a las cosas, generosidad, servir, estar despiertos…

El Evangelio invita a preguntarte: ¿Dónde se va situando tu tesoro? ¿Dónde se centra tu corazón?

La carta a los Hebreos nos invita a asumir ese camino con fe. La fe nos hace capaces de colaborar con Dios y abrir camino a sus obras grandes en medio de nuestra realidad, precaria y a veces confusa. Así nos pone el ejemplo de aquellos patriarcas, dispuestos a arriesgarlo todo y a confiar. Aunque apenas llegaran a ver cumplidas las Promesas de Dios, colaboraron con su realización.

Jesús además, nos invita a estar despiertos, en medio de la incertidumbre de la vida (como aquellos criados en medio de la noche), para reconocerle y colaborar con Él, “para abrirle, apenas venga y llame”. Frente a la tentación de la inconsciencia, llama a la responsabilidad (al que mucho se le confió, más aún se le pedirá). Y a una actitud activa y atenta a la realidad (ceñida vuestra cintura, para servir…).

¿Qué lámparas puedo encender? ¿Qué boquetes tengo que prevenir en mi vida?

Todo ello, desde la confianza: “No temáis”. Y desde la conciencia de su amor. En la Eucaristía estamos viviendo ya su promesa: él mismo se ceñirá, los hará sentar a la mesa y acercándose, les irá sirviendo”.


La palabra de Dios siempre es más profunda, y la vamos comprendiendo poco a poco. En los evangelios y algunas cartas del Nuevo Testamento, podemos ver cómo la comunidad cristiana ha ido evolucionando en su comprensión de la espera y la venida del Señor, de las que habla hoy el Evangelio. Inicialmente, su cercanía se comprendió cronológicamente: pensaban que llegaría muy pronto. Poco a poco van comprendiendo que esa inminencia (“estoy a la puerta”, Ap 3, 20) es de otra manera: tiene que ver con su cercanía a toda nuestra realidad; con la forma en que Él se va haciendo, misteriosamente, presente en las situaciones de nuestro mundo y de nuestra vida. Y nos pide que respondamos ante esas situaciones que acontecen, para así colaborar con Él. Para eso necesitamos estar despiertos: discernir cómo se hace presente, qué está haciendo brotar, qué nos invita a cultivar. Y también qué obstáculos y dificultades hemos de remover.

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