“¿Me amas?” Jn 21, 1-19
- “¿Es fácil
resucitar?”
- “Duele. Porque si
has muerto duele mucho. Y te tienen que volver a hacer…”.
Así respondía un niño. Con su ingenuidad, expresó una
intuición certera: la Resurrección (la nuestra) es también un proceso, y tiene
sus dificultades. Porque la hace Dios con nosotros: en “diálogo” con nuestra libertad y nuestra capacidad de amar, y eso
significa rehacer muchas cosas (curar
heridas, superar limitaciones…).
La Pascua no es un mero recuerdo de la Resurrección de
Jesús. Dios nos invita, a nosotros, a “empezar
a Resucitar”, ir entrando en la Vida Nueva de Jesús. Que es vida eterna más
allá de esta vida, y una nueva forma de vivir aquí. Diferente de la forma de
vivir vieja (Ef 4, 22, ese hombre viejo que dice S. Pablo, centrado
en sí mismo, cerrado…). Y ¿cuánta muerte
se nos ha pegado al corazón? ¿Cómo renovar, si se nos han muerto, funciones vitales como el perdón, la capacidad de
asombro, la generosidad para amar y acoger, la inocencia…?
De ello nos habla hoy el Evangelio. La pesca en el lago de
Tiberíades habla, en lenguaje simbólico, de los comienzos de la misión de la
Iglesia (la barca de Pedro…), de su apertura
a mundo no judío (apuntan a ello detalles como el número de 7 apóstoles –cfr.
Hch 6, 1-6- y el nombre pagano para llamar al mar de Galilea…), y de la vocación
de Pedro.
Juan nos sitúa en un momento “extraño”, y a la vez muy cercano a nosotros: los discípulos ya saben
que Jesús ha resucitado, y sin embargo, parecen ajenos a su fuerza y alegría, y
a su misma presencia. Pedro toma la iniciativa, y le acompaña la comunidad,
pero parece que lo hicieran sin el impulso de Jesús, sin acertar a llevarlo con
ellos y seguir su estilo. Van como a
tientas, en un momento de tinieblas (la noche), y el trabajo es
infructuoso.
Pero Jesús sale, una vez más, a su encuentro. Y con Él llega
el amanecer. Los saluda con cariño (“muchachos”).
Los anima a perseverar y les enseña cómo hacerlo. Y con Él, la misión tiene fruto sobreabundante. La pesca milagrosa anuncia a la Iglesia como red de salvación
(Lc 5, 10) capaz de recoger, sin romperse, a todos los pueblos (S. Jerónimo
dice que 153 eran los tipos de peces existentes, según los naturalistas de la
época).
El discípulo amado es el primero, una vez más, en reconocer
al Señor. Y Pedro, ahora, se “reviste” sus actitudes: se ciñe (Jn 13, 4-5, como
Jesús se ciñó en la Cena para lavar los pies de los discípulos), y se adelanta
a tirar de esa red llena. Que, enseguida, nos introduce en la Eucaristía: Jesús
que come con los discípulos, “toma el pan
y se lo da”.
Y en la sobremesa
de esa Eucaristía, Jesús confirma y sanea
la vocación de Pedro, herida por sus negaciones. En su camino, Pedro ha
conocido ya el fracaso y la caída, ha hecho experiencia de que sus solas
fuerzas y sus pretensiones no son suficientes para seguir al Maestro (Jn 13,
38). Jesús le ayuda a asumir todo eso desde la cuestión principal “¿Me amas?” y a descubrir su misión como
un liderazgo de servicio, con ternura, para guiar (pastorea) y dar vida (apacienta).
A seguirle, identificándose con Él. Hasta, como Él, entregar la vida, extendiendo
las manos en la cruz.
Juan nos invita a pensar en cómo vivimos nuestra vocación. Y cómo participamos en la misión de la Iglesia y la vamos construyendo. A encontrarnos, desde ahí, con Jesús. Y renovarnos, entrar en su Vida Nueva.
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