“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 22,14 - 23,56)

 

Entramos en la Semana Santa aclamando al Señor. Nuestra aclamación de los Ramos ya anuncia su victoria definitiva sobre la muerte y el mal. Tal vez también, al hacer nuestros los gestos de aquellos discípulos en Jerusalén (los que luego lo abandonaron, lo negaron…), nos recuerda que en alguna medida, también nuestro seguimiento de Jesús tiene aún mucho por comprender, por asimilar, por vivir. Lo que vamos a vivir en estos días es más grande de lo que nos damos cuenta.

Las dos lecturas que preceden al Evangelio nos ofrecen dos acercamientos a la Pasión. El tercer canto del Siervo de Yahveh (Is 50, 4-7) nos habla de un conocimiento de Dios desde el “reverso” de la historia, desde el lugar de los que sufren. De una experiencia profunda de confianza y amparo en medio de la dificultad y humillación, que hace capaz de “decir al abatido una palabra de aliento”. El himno de Flp 2, 6-11 resume la vida de Jesús, el Ungido de Dios, el Hijo, como un camino de abajamiento y entrega de sí (kénosis) que nos salva y que muestra la gloria de Dios (tan diferente a las glorias humanas y a la lógica del mundo).

El relato de la Pasión nos pone, una vez más, ante el hecho central de nuestra fe: la muerte de Jesús, que terminará en la Resurrección.

Lucas resalta algunos detalles, que han ido apareciendo a lo largo del Evangelio: la presencia de las mujeres (iconos de misericordia y testigos de su sepultura), la importancia de la oración (“orad, para no caer en tentación”)… Nos deja ver el desgarro de aquella jornada: las discusiones de los discípulos en la Cena, la constatación del desorden y violencia del mundo (“si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?”), la angustia de Jesús en el huerto.

Sin embargo, en medo de esos acontecimientos en los que parece que todo se desmorona (“lo que se refiere a mí toca a su fin”), encontraremos a Jesús que se mantiene fiel a la voluntad del Padre y, con confianza, termina su vida entregándola en sus manos. A Jesús que está “en medio de vosotros como el que sirve” y hasta el fin sigue transmitiendo misericordia: cura al soldado que viene a prenderlo, perdona a los que lo crucifican. Y, poco antes de morir, promete el Paraíso al ladrón que se vuelve a Él. Veladamente, en medio de las tinieblas que cubren la tierra, se anuncia la luz de la Resurrección, y la nueva Alianza de Dios con la humanidad, que abre a todos el acceso a Dios (“el velo del templo se rasgó”). La que Jesús anuncia en la Cena, y celebramos en la Eucaristía.




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