“Reconciliaos con Dios” (2 Cor 5; 20; Lucas 15, 3. 11-32)

 

La parábola que hoy escuchamos es considerada el “corazón” del Evangelio de S. Lucas. Y se plantea también en un contexto central. El hecho de que Jesús “acoge a los pecadores y come (es decir, comparte vida) con ellos”, es lo que pondrá a fariseos y escribas contra Jesús. El judaísmo entendía la santidad como exclusión: apartarse de los pecadores, de los extranjeros, y también de los leprosos y enfermos, y de los que desconocen la Ley, para constituir un resto, una reserva espiritual fiel a Dios en medio de un mundo difícil. Si Jesús se hubiera adaptado a este exclusivismo (y otros, como el rechazo a los romanos, a los no judíos), podría haber tenido éxito. Pero su inquebrantable fidelidad a la misericordia del Padre para todos, hizo que se fuera quedando solo, y terminara en la cruz. Él aceptó este camino: para reconciliarnos, para abrir un camino que nos haga posible encontrarnos con Dios, y superar nuestras divisiones, nuestros enfrentamientos. De ello nos habla también hoy S. Pablo.

Esta parábola se conoce como la del “hijo pródigo”, pero el protagonista es el padre. Un padre incomprendido por sus hijos: uno piensa que va a ser más feliz lejos de él, y así malgasta su vida y sus bienes. Otro permanece en su casa, pero no ha entrado en su corazón: cumple pero no participa de la vida de su padre, de su amor que es la verdadera riqueza (“todo lo mío es tuyo”) y por eso anidan en él los celos y la amargura. Y el padre intenta hacer comprender, a ambos, su amor, y lo que significa ser hijos: un don irrevocable que es fuente de vida (al pequeño, no le deja decir “trátame como a uno de tus jornaleros”: al contrario, lo reviste de dignidad). Y que ensancha el corazón, para poder acoger al hermano, reconocerlo como algo nuestro y valioso, y alegrarse (era preciso celebrar, porque este hermano tuyo ha revivido).

Jesús intenta hacernos comprender cómo es Dios, el Abbá. ¿Hasta qué punto he comprendido este amor personal del Padre por mí, y por cada persona? ¿Siguen aún en mí actitudes del hijo pequeño o del mayor? ¿Puedo reflejar también esta capacidad de acogida y regeneración del Padre?

La Cuaresma es tiempo para la reconciliación: para un encuentro más auténtico con Dios, también los demás y contigo mismo.

Lecturas de hoy (www.dominicos.org)


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