“Cada árbol se conoce por su fruto” (Lc 6, 39-45)
Y nos llevan a preguntarnos por el fruto que produce en
nosotros el Evangelio. A veces, nuestra vivencia religiosa nos lleva a
sentirnos superiores a otros, a cultivar actitudes de juicio. Cuando esto
ocurre, no comprendemos la enseñanza de Jesús, que es una enseñanza sobre cómo situarnos ante Dios, ante los demás y ante nosotros mismos. Nos volvemos un poco ciegos. Y, en lugar
de ser luz capaz de guiar a otros, podemos añadir oscuridad a nuestro mundo, caer en divisiones, enfrentamientos y "agujeros" así
A punto de entrar en la Cuaresma, el Evangelio nos habla de
la necesidad de limpiar nuestra mirada (la imagen de la ceguera es frecuente y
llena de sentidos a lo largo del Evangelio). Nuestro objetivo no estar sobre
nadie. Es llegar a ser como nuestro maestro: Jesús.
Pablo nos hablará, en otro lugar, de “llegar a la medida de Cristo en su plenitud”, y hoy nos habla de
que “lo corruptible se vista de
incorrupción”, y de una vida que va más allá de la ley (en esa vertiente de
la ley que Pablo descubre como fuente de divisiones, de juicios y actitudes de
condena), del pecado y de la muerte.
Se trata de transformar radicalmente nuestro corazón, para
que pueda dar frutos buenos.
Necesitamos crecer en humildad: para abrir los ojos; para reconocer las “vigas” que llevamos en ellos; para dejarnos conducir por Dios. Como referencia, para todo ello, está Dios que es misericordioso, que ve nuestra realidad con amor y por eso nos ayuda a nosotros a acogerla. Y que abre para nosotros caminos, en la situación en la que estemos, y nos invita a descubrirlos.
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