“Sed misericordiosos como vuestro Padre” (Lc 6, 27-38)
El Evangelio que hoy escuchamos es continuación de las
Bienaventuranzas. Jesús, que proclama la misericordia del Padre, nos invita a vivir
desde esa misericordia. Él que “sanaba a
todos” (Lc 6,19) puede capacitar nuestro corazón para hacerlo.
Hoy escuchamos la “regla
de oro”: “Tratad a los demás como
queréis que ellos os traten”. Este principio, que hace posible una
humanidad nueva, a la vez muestra que es necesario ir más allá de la reciprocidad.
Para tratar a los demás “como queréis que
ellos os traten”, no basta responder a como ellos “nos tratan”. Eso es lo que ya hace todo el mundo, y así sigue el
mundo, con sus egoísmos de grupo, sus divisiones, abusos y violencia.
Por eso propone Jesús una nueva raíz para nuestras
actitudes: ser como nuestro Padre “que
es bueno con los malvados y
desagradecidos”.
Esto implica todo un camino. El amor a los enemigos no es un
sentimiento de simpatía o ternura espontánea. Jesús habla de actitudes
efectivas: “haced el bien”, “orad”, “perdonad”, “no juzguéis”…
Cada una de ellas, además, es un proceso, un aprendizaje: el perdón, la mirada
sin juicio, la oración… Asumir esas actitudes va creando relaciones nuevas. Y
nos van llevando a encontrar la paz en el corazón, hasta sanar nuestros
sentimientos y encontrarnos de forma nueva con los otros.
Jesús nos propone también formas nuevas para resolver las
situaciones y los conflictos, aplicando inteligencia y creatividad. Los gestos
que pone como ejemplo (presentar la otra mejilla, etc.) no expresan (como se ha
entendido muchas veces) una actitud pasiva. En aquella cultura tenían
significados concretos, eran formas de interpelar al otro, hacerle recapacitar
para a cambiar su actitud.
Jesús nos llama a “ser
misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. Ese como es participativo: la misericordia
del Padre, la experiencia de su amor entrañable y personal, es la que nos hace
a nosotros capaces de misericordia. Y, a la vez, viviendo la misericordia “seréis hijos del Altísimo”: practicar la
misericordia nos va introduciendo en las medidas,
en la lógica de Dios, en su corazón.
“Puede ser que al principio,
cuando el Señor hace estas mercedes, no luego el alma quede con esta fortaleza;
mas digo que si las continúa a hacer, que en breve tiempo se hace con
fortaleza, y ya que no la tenga en otras virtudes, en esto de perdonar sí. No
puedo yo creer que alma que tan junto llega de la misma misericordia, adonde
conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego
con toda facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió.
Porque tiene presente el regalo y merced que le ha hecho, adonde vio señales de
grande amor, y alégrase se le ofrezca en qué le mostrar alguno. Torno a decir
que conozco muchas personas que las ha hecho el Señor merced de levantarlas a
cosas sobrenaturales, dándoles esta oración o contemplación que queda dicha, y
aunque las veo con otras faltas e imperfecciones, con ésta no he visto ninguna
ni creo la habrá, si las mercedes son de Dios, como he dicho”.
(Teresa de Jesús, Camino
de Perfección, 36, 12)
En la carta a los Corintios, Pablo hablaba, el domingo pasado,
de la Resurrección. El Evangelio no es sólo una “sabiduría” para alcanzar éxito
y una vida confortable. El centro de nuestra fe es Cristo resucitado, y la
propuesta de Jesús trasciende, va más allá de esta vida y lo que en ella
podemos encontrar (éxitos y fracasos, situaciones gratas o ingratas). Y también
transforma esta vida. Desde nuestra vida natural, terrenal, vamos transformándonos (2 Cor 3,18) al
estilo de Jesús (que aquí llama el “último
Adán” el “hombre nuevo”). Esto es
posible porque él es “espíritu
vivificante” nos va infundiendo su vida. Esa transformación y ese ir más
allá de los horizontes de este mundo están en el Evangelio que hoy escuchamos.
Lecturas de hoy (www.dominicos.org)
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