"Bienaventurados" (Lc 6, 17.20-26)

 

En el Evangelio de Lucas (como también en el de Mateo) las Bienaventuranzas son el comienzo del primer gran discurso que escuchamos de Jesús. Estas palabras son fundamentales. Y chocantes. Porque, ¿quién de nosotros desea ser pobre, tener hambre, llorar, ser odiado…?

Jesús pronuncia estas palabras, junto a sus discípulos, ante una muchedumbre del pueblo que incluye a judíos y paganos, “que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades” (Lc 6, 18). Jesús responde a su búsqueda con obras y palabras: “salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6, 19).

Ante ese pueblo que sufre, y que frecuentemente era despreciado por las autoridades religiosas (“esa gente que no conoce la ley son unos malditos” Jn 7, 49) Jesús proclama, con obras y con palabras, que Dios es Padre que se inclina sobre ellos, los acoge, los ama, los salva. En la expresión “seréis saciados” el que sacia es Dios, el mismo que ofrece su reino a los necesitados. Y que recompensa a los que le permanecen fieles en los momentos de persecución o tribulación, situaciones que están muy presentes en la comunidad cristiana, cuando Lucas escribe.

En contraste con estas bendiciones (algunas prometidas para el futuro, pero la primera, ya en presente: “vuestro es el reino de Dios”) Jesús pronuncia cuatro lamentos. Las palabras que hoy escuchamos del profeta Jeremías (y del salmo 1) nos ayudan a comprender su sentido: aluden a la esterilidad y el fracaso vital al que conducen la autosuficiencia, la confianza en el poder, el dinero y el aplauso de los demás (ése es el sentido que aquí tiene “confiar en el hombre, buscar el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor” Jr 5,8), y la superficialidad de quien no se duele de los problemas de los demás (“Los que lloran” evoca a los que lloran las injusticias y deslealtad a Dios en Jerusalén: Ez 9,4; Salmo 119, 136).

Jesús no pronuncia estas palabras en un espacio religioso como la sinagoga, sino en un llano, donde se desarrolla la vida de la gente. Nos interpelan. Hablan de nuestro mundo, tentado por “teologías de la prosperidad” que presentan el poder y el dinero como señal de la predilección de Dios, y justifican actitudes insolidarias y avasalladoras. De nuestro mundo, que busca como bienes supremos el dinero, el poder y la fama, y experimenta, una y otra vez, que el llenarse de ellos no satisface, sino que hastía y vacía el corazón humano.

Nos preguntan por nuestra escala de valores. ¿Qué busco, sobre todo, en mi vida? ¿A qué personas valoro? ¿Qué relaciones cultivo con las personas, con las cosas… con Dios?  

Como el almendro que florece cuando aún es invierno, las bienaventuranzas anuncian, en este mundo nuestro, aún frío y duro, la misericordia de Dios. Y nos invitan a poner en ellas nuestra confianza, a vivir desde esa confianza en Dios. En esa línea, Jesús seguirá hablando del amor a los enemigos, de la generosidad… y de la necesidad de las obras.

Para que nuestra vida dé fruto.

 

Le preguntaban un día a un hombre con fama de sabio: ”Tú tienes varios hijos, ¿cuál de ellos es tu preferido?” El hombre respondió:
- “Mi preferido es el más pequeño, hasta que se hace grande;
el que está lejos, hasta que vuelve;
el que está enfermo, hasta que recupera la salud;
el que está prisionero, hasta que recobra la libertad;
el que sufre, hasta que le llega el consuelo”.



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