“Él os bautizará con Espíritu Santo” (Lc 3, 15-16.21-22)

 

La fiesta del Bautismo del Señor concluye el ciclo de la Navidad. Jesús, nacido en Belén y presentado a Israel y a todos los pueblos, hoy se manifiesta como Hijo de Dios, y también manifiesta el sentido de la misión que en ese momento comienza.

El bautismo de Juan era un signo de conversión y penitencia. Siglos atrás, los hebreos atravesaron el Jordán para entrar en la Tierra Prometida como Pueblo de Dios. Sumergirse de nuevo en ese río expresaba e deseo de vivir pueblo de Dios, fieles a la Alianza con Dios. A la vez, Juan anuncia que era preparación para algo nuevo.

Jesús trae esa realidad nueva, y lo hace asumiendo el gesto de Juan. Sorprende que Aquél que no tiene pecado se una al grupo de penitentes que reciben el bautismo. Pero es que así será, precisamente, su Misión: el Hijo de Dios se hace solidario con la humanidad: Él se ha unido a nosotros, ha venido para asumir la realidad de esta humanidad pecadora y frágil, que busca la Vida, que busca a Dios. Y así es como se abre el cielo. Y en Jesús, la humanidad se hace capaz de acoger el Espíritu. (Espíritu que viene sobre él como una paloma, recordando aquella paloma que, al terminar el diluvio, buscaba un lugar en el que poder anidar).

Es significativo que en esta escena se hace presente la Trinidad: vemos a Jesús, y al Espíritu que se posa sobre El, y escuchamos la voz del Padre que lo proclama como Hijo. El misterio de la Santísima Trinidad se revela como un misterio de profunda cercanía: Dios acoge nuestra historia de errores y de búsqueda, de pecado y de anhelo de bien y de vida. Porque él nos busca primero: nos ha creado por amor, nos ha enviado a su Hijo para hacernos hijos, y nos envía el Espíritu, para que nos ayude a Vivir unidos a Él.   

El bautismo de Jesús anticipa lo que será su misión, que incluirá la cruz (en otro momento, Jesús dirá: “con un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cuánta angustia siento hasta que se cumpla!”) y la Resurrección. Nuestro bautismo significa sumergirnos en ese misterio pascual de Jesús, unirnos a Cristo muerto y Resucitado, para participar de toda su Vida.

Desde ahí podemos leer las lecturas de hoy. Se refieren, en primer término, al Mesías. Y también a nosotros, unidos a él. Estamos llamados a pasar, como Jesús, “haciendo el bien y curando”, a intentar ser luz y manifestar la justicia con verdad, a abrir los ojos de los ciegos, y liberar cautivos. Y para cada uno de nosotros –sobre ti, personalmente- es esta palabra: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”.



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