"El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 1-8; Lc 2, 1-14)
En esta fiesta de la Natividad del Señor, podemos leer el
Evangelio de la Misa del día (Jn 1, 1-18) junto con el de la Misa del Gallo (Lc
2, 1-14). Lucas relata el nacimiento de Jesús como hecho histórico (aunque con
detalles teológicos). Juan nos asoma a verlo “desde dentro”, desde su significado.
En cierto modo, lo cuenta también desde el “final” de
esta historia: “hemos contemplado su
gloria: gloria como del Hijo único del Padre”. Los que fueron testigos de
la vida y muerte de Jesús y se encontraron con Él resucitado, han
experimentado y saben que este Niño es el Hijo único de Dios, “lleno de gracia y de verdad”.
La Navidad nos asoma a un misterio asombroso. Ese niño que no
sabe hablar es Dios, que “sostiene el
universo con su palabra poderosa” (Heb 1, 1-6); en él está la
sabiduría que rige el orden del Cosmos. Ese pequeño indefenso, necesitado de
todo, es el Hijo, que asume nuestra carne, nuestra realidad débil y limitada. El
mismo que hoy vemos en un pesebre y sometido a las leyes humanas (como aquel
censo que lo hizo nacer en itinerancia), nos salvará también desde la debilidad de la cruz. Dios se
encarna en nuestra realidad, con todo lo que tiene de limitación y fragilidad,
para salvarnos “desde dentro”.
Y nos plantea un reto: acogerle. Pues, como pasó en Belén, “vino a los suyos y los suyos no lo
recibieron”. Somos invitados a acoger a Dios en nuestra realidad, con
cuanto tiene de ambigüedad, de pobreza y limitación. Es así que Él podrá
iluminar, fortalecer, sanear, abrir horizontes en ella. Y esta acogida pasa por
los que nos encontramos en nuestro camino. Él, al nacer, se ha hecho nuestro
hermano, y nos hace hermanos a todos.
“A cuantos lo recibieron, les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre”. No es un título honorífico. Es un proceso de transformación de nuestra realidad, que somos invitados a ir viviendo.
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