"Lo que Dios ha unido" (Mc 10, 2-16)
Para comprender el Evangelio y las lecturas de hoy, conviene
tener en cuenta su peculiar lenguaje y contexto.
Los primeros capítulos del Génesis nos hablan de la “historia”
del mundo. No en el sentido actual de historia (crónica, lo más exacta posible,
de hechos), sino en sentido sapiencial: desentrañar su esencia. Quién es el ser
humano, de dónde procede, para qué está en el mundo… El lenguaje narrativo,
aparentemente ingenuo, transmite una sabiduría profunda (y sorprendente, porque
este relato es de 8 ó 9 siglos antes de Cristo): la igualdad de la mujer y el
varón (“hueso de mis huesos y carne de mi
carne”), la complementariedad de ambos, capaz de remediar la soledad humana
y ofrecer la ayuda necesaria para vivir, que los lleva a unirse, dejando atrás
otros lazos, para formar “una sola carne”,
y que así los hace imagen de Dios.
A este plan originario de Dios sobre el ser humano se remite
Jesús, cuando le preguntan. Y aquí, se entrelazan otras cuestiones:
- en el mundo judío, la “facultad” de “repudiar” era
exclusiva del hombre, y mostraba la situación de inferioridad e indefensión de
la mujer. Jesús denuncia que eso no es conforme al plan de Dios, sino a la “dureza
de corazón” de la sociedad, y defiende la igualdad de la mujer (incluso
aludiendo a la posibilidad de que ella repudiara al marido, aunque sea para
desautorizarla igualmente).
- Por otra parte, Jesús revela el proyecto de Dios en su
radicalidad, que antepone a la Ley (el texto del Deuteronomio 24,1),
condicionada “por la dureza de vuestro
corazón”. Esta será la regla cristiana: toda el Antiguo Testamento y toda
Ley se interpreta desde Jesús. La radicalidad de su propuesta tiene que ver con
su propio (Jesús va hacia Jerusalén, a entregar su vida en la Cruz), y con el
amor del Padre que lo sostiene y guía.
Amor que Jesús invita a acoger con la confianza de un niño. La
irrupción de los niños (que parece “intempestiva” en medio de ese momento de
enseñanza sobre un tema complejo) muestra cómo en Jesús se entrelazan la
ternura y la revelación de Dios. En la sociedad judía, un niño no tenía “derechos”,
no tenía ningún tipo de poder o posesión: sólo tenía a sus padres, y de ellos
lo recibe todo gratuitamente, por amor. Jesús nos invita a recibir el Reino con
el mismo sentido de gratuidad, de confianza en el amor del Padre (ese Padre de
quien son imagen humana, precisamente, el padre y la madre unidos por el amor).
Ese amor que vive Jesús, que le sostiene en su misión, y que a nosotros nos
sostiene e impulsa a vivir con radicalidad el amor.
La Liturgia nos trae hoy la propuesta de Dios sobre la vida
en pareja: el matrimonio, como un proyecto radical de amor incondicional y sin
vuelta atrás, que lleva a las personas a desarrollar su vida en plenitud. Algo
que vale la pena proponer y defender, frente a un mundo que tiende a reducir el
amor a experiencias fragmentarias, interesadas (las idealizaciones “poéticas”
que se desvanecen ante la realidad, tienen que ver también con esa centralidad
del propio gusto) desencantadas, escasas.
Una propuesta para cultivar pacientemente, porque el amor es don y tarea. Ese proyecto de amor, de experiencia de complementariedad y de ayuda necesaria en la vida, de plenitud, de unión, se va realizando (y aprendiendo) en la realidad humilde y dificultosa del día a día.
Una propuesta basada en el amor gratuito y misericordioso del Padre. Un amor que también se manifiesta en la forma en la que Jesús acoge a los que caen, a los que fracasan, a los pecadores (que, de una u otra forma, somos todos), a los pequeños y débiles. Y que ha de manifestarse en la forma en que la Iglesia trata a aquellos cuyo proyecto de amor y de vida se ha roto, a los divorciados, con la historia y situación peculiar de cada persona. Como señalaba Benedicto (en “Luz del mundo”): '"Para los divorciados Dios sigue estando siempre allí … que si bien estoy por debajo de lo que debería ser como cristiano, no dejo de ser cristiano, de ser amado por Cristo, y tanto más permanezco en la Iglesia, porque tanto más seré sostenido por Él.''
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