"El Reino de Dios... la semilla germina y va creciendo..." (Mc 4, 26-34)


Hoy, comenzamos a escuchar, en el Evangelio de Marcos, las enseñanzas de Jesús. Palabras que hablan del  Reino (o reinado) de Dios. Es lo que anuncian las curaciones y signos que Él está haciendo; es el proyecto para el que llama a sus discípulos, y por el que Él dará su propia vida.

Jesús lo expone  con parábolas, imágenes sencillas y sugerentes, abiertas. El conocimiento de Dios no es una ciencia compleja, reservada a los “sabios y entendidos” (Mt 11, 25), porque Dios está cercano a la vida y sus realidades cotidianas. A la vez, es algo que no cabe en conceptos: podemos describir algo de cómo es y actúa (“se parece a…”) pero no podemos abarcarlo en una definición, porque es siempre mayor. Por otra parte, nos dice Marcos que “a sus discípulos les explicaba todo en privado”. Jesús predica el Reino a todos, con palabras adaptadas a su capacidad de entender. Y enseña de manera más honda a aquéllos que lo siguen, que comparten con Él vida y camino.

Imágenes que hablan de un proceso de crecimiento, desde lo pequeño, que llega a dar fruto. La semilla (anteriormente se ha comparado con la Palabra de Dios), que un hombre ha sembrado, germina y crece por sí sola, hasta dar fruto. Así lo contó, una vez, Pablo: “Yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien ha dado el crecimiento” (1 Cor 3, 6-9).

Por su parte, el grano de mostaza, que parecía insignificante, crece hasta hacerse mayor que las demás hortalizas, y echar ramas capaces de cobijar la vida. Esta vez, Jesús no utiliza la imagen de un árbol magnífico, como los cedros del Líbano a los que se refiere Ezequiel (en la lectura que hoy escuchamos) para hablar de cómo Dios restauraría a Israel, sino de algo que sigue siendo humilde: un arbusto, pero con capacidad de ofrecer una sombra donde otros pueden anidar. Se abre, a la vez, una perspectiva de acogida, de universalidad

Jesús  nos invita a la esperanza. Se nos ha confiado una semilla que puede parecer pequeña, pero dará fruto. Y aunque estamos llamados a trabajar (precede a esta parábola la del sembrador, que habla de las tierras en que puede o no puede crecer la semilla), no todo depende de nuestros planes, proyectos, criterios de eficacia. La Palabra y la Vida de Dios se abre camino, sin que sepamos bien cómo. Y nuestras comunidades, aunque sean humildes como arbustos, son signo de Dios capaces de ofrecer amparo.

El salmo nos ofrece otra perspectiva de lectura: nuestra propia vida, abierta a Dios (el justo, el que “se ajusta” a Dios) puede ser esa realidad que él va haciendo crecer, de día y de noche, hasta dar fruto.

Otras veces, viene aquí un texto de algún santo, para ilustrar el Evangelio. Hoy es un hecho que he vivido: 
Hace tres o cuatro días, me llamó un amigo camerunés. Lo conocí hace 18 años, cuando era un inmigrante sin papeles, que había dormido varias noches en el pasadizo de la Pza. España –aquél que se clausuró después de que, un invierno, murieran en él uno o dos indigentes-, y acababa de ser acogido en un piso de Cruz Roja. Él pasó, antes y después de eso, múltiples penalidades: la travesía por el desierto, las noches de calabozo, en Madrid, cuando lo detenían por no tener papeles… Por fin, consiguió poner en regla su documentación, ha encontrado trabajo y se ha instalado en Francia, con la familia que ha formado. Y ahora, me comentaba que ha acogido en su casa a un inmigrante que no tenía dónde ir. Y me decía: “antes me han ayudado a mí. Ahora yo puedo ayudar a otros”. 


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