"En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 16-20)

 

Terminado el tiempo Pascual, la Liturgia nos ofrece dos fiestas –la de hoy y la del Corpus Christi- que nos invitan a volver de nuevo sobre lo que hemos celebrado en este tiempo, y tomar nueva conciencia de ello.

La fiesta de la Santísima Trinidad nos invita a contemplar a Dios, tal como se ha revelado en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Como al pueblo de Israel, se nos dice: “reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón” (Dt 4,39-40) estos acontecimientos en los que tiene su fundamento la comunidad cristiana. Para los cristianos, Dios no es un concepto o una “hipótesis” para expresar unas creencias o una intuición espiritual más o menos vaga. Hablamos de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque Él se ha revelado así, porque así lo experimentaron los primeros discípulos, y desde ellos, se transmite esa fe. Fe que está llamada a hacerse, en cada uno de nosotros, experiencia de encuentro con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. (Decía santa Teresa que Dios “es muy amigo de que no pongan tasa a sus obras” y “hace aun muy mayores muestras de amor”. Moradas I, 1,1).

Los discípulos confesaron a Jesucristo como Hijo de Dios (¡y eso significaba romper sus esquemas mentales!), porque experimentaron su Divinidad: primero en sus gestos y palabras a lo largo de su predicación, y después en el encuentro con Cristo Resucitado, en la forma en que transmite vida y transforma la vida, sanando, liberando, haciendo crecer, abriendo la existencia a otra dimensión... Y, cuando Jesús ya no está físicamente entre ellos, experimentan (conforme a lo que Él había anunciado en Jn 14 y 16), la presencia del Espíritu Santo, con esa misma capacidad transformadora y vivificadora. El Espíritu que, como dice S. Pablo (Rm 8 14-17) nos guía a vivir como hijos de Dios y vivir, como Jesús, la experiencia del Padre, y como él llamarle “Abbá”.

El Evangelio de hoy nos ayuda a comprender lo que significa que la Trinidad es el único Dios. En su mano está el destino último de todo, el poder. Un poder, por cierto, que no es como tendemos a imaginarlo (poder inmediato, totalitario, que se impone por la fuerza…). Tal vez, un poder paciente, como el de la vida que crece, el poder que en la cruz nos ha salvado. Y nos envía a bautizar a todos los pueblos y enseñarles a guardar el mandamiento del amor, a construir esa fraternidad de hijos de Dios que se abre a todos.

El bautismo significa, precisamente, incorporarnos a Cristo, entrar en esa dinámica, animada por el Espíritu Santo, de compartir su vida, su muerte y resurrección, su Vida Nueva, y así ser, cada vez más plenamente, hijos de Dios. El nos invita a compartir su vida.

La fiesta de hoy nos invita a la alabanza, a la adoración. A "dejar a Dios ser Dios" en nuestra vida.


Oramos hoy, de manera especial, por las monjas y monjes contemplativos, que viven aquella vocación expresada certeramente por Sta. Teresa del Niño Jesús: "en el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor" (Ms. B, 3vº)

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