"Él os guiará hasta la verdad plena" (Jn 15, 26-27; 16, 12-15)
Pentecostés es la
plenitud de la Pascua. No sólo nos encontramos con Cristo Resucitado, que ha
vencido a la muerte y se manifiesta con la gloria, la vida y hermosura, el
poder que tiene como Hijo de Dios. Él nos hace partícipes de todo esto, al
entregarnos su Espíritu. Para que vayamos experimentando en nosotros su poder
vivificador.
La liturgia de esta
fiesta de Pentecostés, con su Vigilia y con las dos posibilidades que ofrece
para las lecturas del día (dos lecturas posibles de San Pablo, y también dos
textos del Evangelio) traza todo un recorrido por la historia de la salvación,
y pone de relieve cómo, frente a la presunción y la debilidad humanas, que
terminan siendo causa de división (Babel), de esclavitud (Egipto) y fracaso (el
destierro), Dios actúa con la fuerza de su Espíritu, liberando, ofreciendo
nuevas oportunidades de vida, y abriendo caminos de unidad. El Espíritu es
fuerza impetuosa, que sacude los cimientos de la comunidad y la lanza a la
calle para dar testimonio audaz del Resucitado. Y a la vez es aliento sereno
que toca delicadamente nuestro corazón, para sanarlo, para despertar sus
facultades, para impulsar el crecimiento de cada persona, “a la medida de
Cristo, en su plenitud” (Ef 4,13). Pues cada persona hemos recibido un don
y tiene una capacidad singular de seguir a Cristo, de identificarnos con Él, de
reproducir uno de sus rasgos y hacerlo presente, en el mundo, como fuente de
vida, de paz, de alegría. Por eso es el impulsor de una creatividad sin
límites, fuente inagotable de novedad y de renovación, de re-creación de
nuestra realidad; y a la vez es maestro de comunión, para tejer toda esa
diversidad construyendo el cuerpo de Cristo. Para vivir y anunciar la
reconciliación y el amor.
Como los discípulos a
los que Jesús hablaba en la Última Cena (Jn 16, 12-13), somos incapaces de
abarcar toda la riqueza de vida y verdad que Dios nos ofrece. El Espíritu es
quien ha de guiarnos “hasta la verdad plena”, siempre refiriéndonos a
Jesús y al Padre. Somos invitados a dejarnos conducir por Él, poco a poco, en
medio de la complejidad de nuestra vida.
Tras esta fiesta,
volvemos al tiempo “ordinario”. Puede parecer abrupto este paso de una
de fiesta tan extraordinaria al ritmo de los días "normales" del año.
Esto también tiene un mensaje. En la liturgia cristiana, las fiestas no son
momentos de evasión de la rutina cotidiana. Son oportunidad de un encuentro
intenso con Cristo y con su poder salvador, que nos devuelve, renovados, al día
a día. Somos invitados a renovar nuestra vida cotidiana con la fuerza del
Espíritu que hemos recibido, a vivir cada jornada con la conciencia, cada año
más profunda, de que nos acompaña Cristo resucitado, con su palabra y su
presencia.
“Hacer sombra es tanto
como amparar y hacer favores; porque, llegando a tocar la sombra, es señal que
la persona de quien es la sombra, está cerca para favorecer. Por eso se le dijo
a la Virgen (Lc 1,35) “que la virtud del Altísimo la haría sombra”, porque había de llegar tan cerca de ella
el Espíritu Santo que había de venir sobre ella.
En lo cual es de notar
que cada cosa tiene y hace la sombra como tiene la propiedad y el talle. Si la
cosa es condensa y opaca, hará sombra oscura y condensa, y si es más rara y clara, hará sombra más
clara, como es de ver en el madero y en el cristal, que, porque el uno es
opaco, la hace oscura, y, porque el otro es claro, la hace clara. (…)
La sombra de la vida
será luz: si divina, luz divina; si humana, luz natural. Según esto, la sombra
de la hermosura ¿cuál será? Será otra hermosura al talle y propiedad de aquella
hermosura, y la sombra de la fortaleza será otra fortaleza al talle y condición
de aquella fortaleza; y la sombra de la sabiduría será otra sabiduría; o, por
mejor decir, será la misma hermosura y la misma fortaleza y la misma sabiduría
en sombra, en la cual se conoce el talle y propiedad cuya es la sombra.
Según esto, ¿cuáles serán las sombras que hará el Espíritu Santo al alma de todas las grandezas de sus virtudes y atributos?
San Juan de la Cruz, Llama de Amor Viva A, 3, 12-14
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